Mi bisabuela Rosina era de Roma. Mi bisabuelo Francisco se enamoró de ella mientras estudiaba en la ciudad de las siete colinas y se mudaron a España en 1858.
Me hubiera gustado oír la odisea de su viaje, lo imagino engorroso, agitado y lleno de aventuras, pero mi abuela nunca me habló de ello. A cambio, contaba cómo su madre aprendió a ignorar los desaires de quienes criticaban cualquier cosa que hiciera por el mero hecho de ser italiana. Y no solo los ignoraba: de ella aprendí, a través de los risueños relatos de mi abuela, el viejo truco de hacer lo que me da la gana, con la excusa de que soy extranjera. Para algo tenía que servir.