Tumba paleolítica de Sunghir Por José-Manuel Benito Álvarez - Own work, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=6957993
Se dice que la aparición de los lugares de culto a los antepasados, las tumbas, nos diferenció de otras especies —con la excepción de los Neandertales, aunque a ellos nos gusta contarlos como nuestros familiares, al menos.
Estamos asistiendo a, me atrevería a decir, la hecatombe cultural más gruesa de la historia de la humanidad. No porque sea más o menos dramática que las muchas guerras que manchan nuestra trayectoria a lo largo del tiempo. O de la barbarie de la que somos capaces los humanos, sino porque nunca antes el mundo entero se había puesto patas arriba de esta manera. Todas las reglas han perdido su validez: los niños asisten a clase desde sus camas, el espacio público está vetado, los amantes no pueden besarse, las normas en lo relativo al contacto físico se han abolido casi simultáneamente en una cantidad de lugares sin precedentes.
Pero quizá el aspecto más doloroso de la situación histórica que vivimos sea que después de más de 100,000 años ya no se puede llevar a cabo el ritual, tan necesario, tan humano, de decirle adiós a los seres queridos. Es como si se nos hubiera transportado a los tiempos previos al Paleolítico.
La estrategia de la inmunidad de rebaño significa, por las características del virus, que las personas son arrastradas en avalancha, y así, imposibilita algo que nos hace humanos: despedir honrosamente a quienes queremos y abrazarnos a quienes podrían apaciguar nuestro pesar.
He oído argumentar que de todas maneras, esas personas van a morir. Es como decir que no importa cómo muere uno, con la cantidad de esfuerzos que ponemos en dignificarnos, en mitigar el dolor de nuestros congéneres, en reconocer el nuestro propio cuando perdemos a alguien.
Si nos rendimos, si nos abandonamos a la atroz negación del llanto global por el dolor de la humanidad, ¿qué nos queda?.