La exploración planetaria se ve grandemente mermada para muchos migrantes:
los viajes surcan el mismo sendero, hundido de tanto cruzarlo de ida y de vuelta, de casa a la otra casa, sin que uno sepa bien cuál es cuál.
—¿A dónde vas de vacaciones?
—A casa.
Casa. Yo ya no sé lo que es casa. El allí y el aquí se me mezclan en el discurso, cuando hablo ya no sé cuál es mi referencia.
Pero lo mejor de no saber cuál es tu casa es que puedes disfrutar de tu ciudad como si fueras un turista, pero eso sí: autóctono:
Aunque te conoces recovecos ignotos para los grupos de gente ataviada con sombreros-paraguas (para distinguirse del resto de la marea de turistas que azota las calles de la ciudad), de vez en cuando dudas del camino que hay que tomar o te sorprendes por cosas.
Algunas veces esa sorpresa surge de algo que antaño formaba parte de tu realidad cotidiana y que habías olvidado o te había pasado desapercibido, algunas veces parte de alguna novedad instaurada entre visita y visita.
Cuando era estudiante paseaba muchísimo por mi ciudad, y miraba con envidia a los turistas que podían disfrutarla con sus ojos nuevos. Quién me iba a decir que algún día tendría ese privilegio redoblado.
El ejercicio del turismo en tu ciudad de residencia (por ejemplo, al guiar a un invitado) no tiene ni de lejos el mismo efecto. Quizá sea la temporalidad, la fugacidad de la estancia lo que le concede el encanto al turismo. El encanto y la ansiedad.