Cuando cambiamos de mundo, debemos reaprender a interpretar las señales de los caminos. Se podría pensar que las indicaciones están diseñadas desde la obviedad, que son legibles sin dificultad por cualquiera y sin embargo están cargadas de elementos implícitos no universales, algunos menos evidentes que otros.
Huelga decir que uno parte del conocimiento del alfabeto o el idioma: no quisiera verme perdida en Tokio, donde, además, tengo entendido, la numeración de los edificios no sigue la lógica lineal a la que estamos acostumbrados en muchos países europeos.
Las guías no son siempre explícitas: algunas veces se nos marca el camino a través de señales de las que no somos conscientes; por ejemplo, no nos damos cuenta de cómo una acera dirige nuestros pasos, o de si la inclinación del eje de la acera con respecto a los edificios dirige nuestra mirada hacia un punto u otro. Esta es una interesantísima tarea del diseño urbanístico de una ciudad. En Copenhague, por ejemplo, algunos trazados de carril bici han seguido esa idea, para que el ciclista pueda disfrutar del paisaje (urbano) mientras le ahorra emisiones de CO2 al planeta.
En mi barrio, hay tramos en los que la acera acaba de forma abrupta, lo que crea en el peatón una cierta confusión al no saber bien por dónde tiene que proseguir su andar.
Los aeropuertos, por lo general, suelen contar con un equipo que diseña los trazados para guiar al pasajero de forma inconsciente —a tiendas o puertas de embarque.
Algunos ejemplos de diferencia en la demarcación del espacio público pueden verse en la señalización de los topónimos: en Copenhague, muchas esquinas no ofrecen los nombres de sus calles.
Recuerdo que nos hacía gracia que, en cierta ciudad española, al preguntar por una dirección, los locales, invariablemente, incluían en su respuesta las palabras 500 metros. Ya fuera que aquel lugar estaba a 500 metros o que a esa distancia había que torcer a la derecha o lo que fuera. Supongo que en el hablar colectivo 500 metros significaba un poco más allá. Las explicaciones sobre cómo llegar a un destino son un espejo de ese mapa colectivo, que además incluye unas referencias conocidas por las gentes del lugar. Y así, dar indicaciones a un forastero requiere un esfuerzo extra, recordar y explicitar los hitos que uno ya ha incorporado a su GPS interior.
Las señales del camino no dejan de ser mapas elaborados desde unos presupuestos culturales particulares.
Uno se ha tenido que aprender las reglas cartográficas: saber dónde hay que buscar la indicación (si es que uno espera encontrarla), debe saber cómo leerla y aprende a explicarla.
En un reciente viaje a Madrid, me di cuenta de lo sencillo que resulta viajar en el metro: las señales son claras. No hay pérdida posible— pensé. Y de pronto me di cuenta de que acaso me lo parece porque es la señalización con la que crecí, así que conozco bien las reglas y las señales no explícitas.
Como la vida misma: adentrarse en un mundo nuevo es perderse con deleite para volver a encontrarse (con igual deleite).