Mientras escribo estas líneas, votan los últimos electores de la convocatoria a las elecciones europeas: los italianos, que pueden acudir a las urnas hasta las 11 de la noche.
En estos comicios hay gravísimas cuestiones en juego, entre otras, la propia naturaleza de la Unión Europea.
El avance de la extrema derecha, xenófoba, insolidaria, temeraria, ignorante ha puesto sobre la mesa la horripilante visión de un futuro que, quienes nacimos después de que el recuerdo de la guerra se hubiese difuminado, hemos visto solo reflejado en documentales en blanco y negro. Y nos parecía que aquello era un pasado inasible, una imposibilidad cronológica.
Y aquí lo tenemos, sentado a nuestra mesa, comiéndose nuestras pastitas como si tal cosa. Y nosotros hemos asistido a su entrada como veíamos los documentales en blanco y negro: como quien ve algo ya irreal.
Mucha gente se pregunta a qué viene este repunte, cómo es posible que se produzca un avance del aislacionismo racista en un mundo en que las fronteras anchean, en un mundo cada vez más interrelacionado: La glocalización tiene algo que ver, quizá. Cuando se impone una homogeneización del mundo, se reacciona para protegerse de ser devorado por el pez grande: se pone acento en lo local, en la diversidad. Y eso, en sí, no es negativo: diversidad cultural es riqueza. Es un tesoro. El problema es cuando esa protección de lo local se torna gris, frío, avaro y premeditado. Cuando se construye un discurso de odio, de exclusión, cuando el pez pequeño se convierte en una siniestra marioneta piraña al servicio de unos oscuros intereses de poder. El pez pequeño se convierte en pez grande.
Europa ha tenido faces espantosas: el colonialismo, la capacidad fagocitadora de recursos ajenos, el interés por el vil metal por encima de todo. En este sentido recomiendo la lectura de Europa y la gente sin historia, de Erik Wolf.
Pero Europa es también, o quiso serlo, solidaridad, derechos humanos. Ya: ya sé que su constitución se debía más bien al comercio. Y ya sé: la aplicación de esos Derechos Humanos de los que tanto nos gusta hablar es más bien fotográfica. E incluso diría más: Europa es especialista en observar entumecida cómo se perpetran las mayores atrocidades contra la humanidad para luego llevarse las manos a la cabeza tras la carnicería, como en Srebrenica, por solo mencionar un ejemplo reciente. O el tratamiento de los refugiados, en una vergonzosa negociación con Turquía, ese bastión tan útil para subcontratar los servicios que responden mejor a la voluntad a-democrática de la Unión. Por no hablar del camposanto acuático que es el Mediterráneo, tras haber sido ahogadas las buenas intenciones de los inicios.
Cierto es todo eso. Y cierto es también que a la Unión le ha faltado, siempre, siempre, siempre, trabajarse un poco en la disciplina antropológica, para comprender que excavar el significado de la identidad europea, de la conciencia de esa identidad, era crucial para poder mantener todo lo demás, porque sin identidad étnica compartida, no hay solidaridad política que valga.
Y creo que, en verdad, a ese interés monetarista, se le ha juntado la soberbia economicista, tan ignorante como atrevida, y se ha dejado de lado (y cada vez se hace más) el trabajo de algo que se han tomado a risa, que creen que solo es una quimera: piensan que el símbolo es algo inexistente, porque ignoran que los humanos somos, casi por encima de seres sociales, seres simbólicos.
Y así, hoy, cuando se cierren los colegios y se cuenten las papeletas, descubriremos si nos vamos al precipicio de cabeza o si hay un atisbo de esperanza. Aunque yo, personalmente, creo en Europa, como aquél mapa antiguo, con aquellos ideales por los que algunos luchamos a diario, creo también que aún el étranger europeo sigue entumecido y sentado en su arrogante ignorancia economicista.
Buena suerte, hermanas y hermanos.