Quien se fue a Sevilla, perdió su silla.
¡Eso era antes! —decíamos.—Por fin el mundo se ha dado cuenta de que casi nadie se va para siempre, y menos en el mundo interconectado en el que vivimos. Cada vez es más fácil mantener los lazos con la tierra que te vio abrir los ojos.
Y ante eso: —¿Para qué quieres votar, si ya no vives aquí? Como si no me importara el destino de ese que sigue siendo mi país, como si, por otra parte, votar no fuese más que un ejercicio de egoísmo. Votar para decidir el futuro de tu país es llanamente el ejercicio ritual de la solidaridad que sostiene al estado. A mí me importa, cómo no me va a importar, lo que pasa en mi país. Me importa, cómo no me va a importar, lo que les pasa a mis hermanos, a mis amigos, a mi familia. A mi país.
Mientras escribo estas líneas, aún se respira, incluso desde tan lejos, la tensión de la incógnita del resultado de las elecciones más volátiles de la historia de nuestra democracia.
A estas horas los hay que aún pueden levantarse del sofá y correr a su colegio electoral para depositar su voz en la urna de cristal, una posibilidad asumida con una naturalidad pasmosa.
A estas mismas horas, los hay mesándose los cabellos porque a ellos, a pesar de ser el hermano de la novia, nunca le invitaron a esta fiesta: no les han dejado votar. Las voces de los migrantes, las grandes ausentes.
Muchíisimas personas habían pedido porfaplis que les dejaran participar en esta fiesta de la democracia, se han quedado sin sus papeletas, se han quedado si su voz, se han quedado sin invitación a la fiesta a la que, en teoría, puede acudir el mundo entero.
Esto ocurre, aun a pesar de que España tenía una de las legislaciones más avanzadas en esta materia, pero vinieron a romperla y lo lograron.
La desconsideración con sus propios emigrantes es solo superada por la desconsideración a las personas de otras nacionalidades que han hecho sus vidas en España, pero esto es un fenómeno universal que tendrá que cambiar, si es que el mundo no deriva en ese espejo de los años cuarenta del siglo pasado:
Los migrantes del mundo se ven despojados de la posibilidad de votar en las elecciones al parlamento de su país de residencia, viéndose arrastrados a una microdictadura dentro de los estados más democráticos del mundo. El argumento entonces de ¿Para qué quieres votar, si ya no vives aquí? vira y se convierte en Tú no puedes votar, porque no eres de aquí.
Todo esto no es, en realidad, sino un cuestionamiento del concepto de ciudadanía, del reconocimiento de los derechos de las personas, por más fronteras que hayan traspasado en su vida. Y huelga decir que no menciono los deberes porque esos sí que no se olvidan.
La transnacionalidad ha sido abrazada en los más diversos aspectos, empezando por las tecnologías, que antes de facilitar y construir los puentes de la transnacionalidad, los han asumido: había que dar una respuesta a ese mundo entrelazado, a esa gente que vive a caballo entre dos o más lugares. Esto es solo un ejemplo de las múltiples formas de la transnacionalidad: la comercial, la cultura material homogeneizada, y un largo etcétera. Pero a esta transnacionalidad asumida aún no se le han adscrito derechos de ciudadanía plena, como correspondería en un mundo que ha plegado su geodesias y se ha reído de la presencia física y ha aceptado la realidad de lo virtual.
Va a ser verdad lo de la silla. Pues habrá que seguir luchando.