Ya he contado en alguna ocasión que en Dinamarca (y, asumo, también, en los otros países nórdicos) la navidad se celebra durante todo el mes de diciembre.
Una de las formas de marcar la navidad es a través de los calendarios de adviento en sus más variadas formas: la cartulina en la que se van abriendo ventanitas que contienen dibujos relacionados con las tradiciones navideñas, los regalos que reciben cada día los más pequeños, o las series-calendario-de-adviento de televisión.
Normalmente suele ocurrir algún evento adverso relacionado con el mundo mágico, el otro lado del mundo, que algún audaz rapaciño o rapaciña resuelven, no antes del día 24, en el último capítulo.
La nueva producción de este año, producida por la televisión pública, DR, versa sobre cómo el abuelo del protagonista cae en coma, y el niño descubre que tiene acceso a una especie de limbo mágico, Thannanaia, por el que vaga su abuelo antes de llegar definitivamente al puente. Me estoy oliendo que ocurrirá que el niño al final no logra traer al abuelo a la vida, pero acepta que ya le ha llegado la hora.
No se llama el puente por casualidad: la metaforización es una forma de bordear algo que incomoda, que provoca ansiedad... ¿en todo humano?
No había cuestionado siquiera que los sentimientos referentes a la muerte, los más generales, fueran universales. Y, sin embargo, tras muchos años de vivir en Dinamarca descubrí que esto no es así ni mucho menos. Si nos vamos a otras culturas, con diferentes concepciones cosmológicas, la cosa se agudiza: por ejemplo, en las amerindias, donde el tiempo es circular y no lineal como el nuestro, o en aquellas donde el pasado deja de existir en el momento en que nace. Pero las diferencias son abismales hasta en las que parecerían estar en una misma idea de las leyes generales que rigen el mundo.
En la cultura mediterránea, en general, nos aferramos de una forma más desesperada a la vida, o quizá más pasional, mientras en Dinamarca, se acepta la muerte no sin dolor, pero de una manera más cerebral, a veces chocante para nosotros, mediterráneos.
La primera señal de que esto era así ocurrió cuando se anunciaba la colocación de desfibriladores en las residencias de ancianos, lo que suscitó un acalorado debate ético: los profesionales (o algunos de ellos) salieron en los medios de comunicación protestando porque aquella medida les colocaría en un dilema ético: si al anciano le daba un ataque, tendrían la obligación de usar el desfibrilador y, así, se verían en la tesitura de salvarles la vida. Porque para muchos, la vida, llegado un cierto punto, no tiene gran valor. Esto es algo que, por otra parte, podría ser perfecto objeto de reflexión de cualquier persona de cultura mediterránea. Por supuesto.
Pero no es nuestra aproximación cultural a la muerte. En absoluto. La muerte es dolor, mucho dolor, y por tanto, algo a evitar y alejar a toda costa. En Dinamarca es más bien algo que, aunque por supuesto causa mucho dolor, es asumido, es natural, está incorporado en la existencia.
El otro día me topé con un anuncio de interflora en el que se van sumando flores hasta hacer un ramo y se oye cómo alguien lee la tarjeta mortuoria, que termina con un: nos vemos pronto.
Conste que con esto no estoy juzgando ninguna de las dos posiciones (bueno: reconozco que me parece que se han pasado ocho pueblos con el anuncio, pero no sé si será mi etnocentrismo) y re-aclaro que no estoy diciendo que no haya defensores de una muerte digna en las culturas mediterráneas, como tampoco estoy diciendo que no cause dolor en las nórdicas o que se tome a la ligera: para que se entienda mejor: no puedo imaginar un debate público sobre el dilema ético de los desfibriladores en las residencias de ancianos en España. O un anuncio en el que se hace un chascarrillo sobre la muerte ajena y la propia.
Y al mismo tiempo, cuando veo la serie de este año, no puedo evitar pensar en cómo se retrata la muerte como un trasunto del mundo de los vivos, cómo es tratada como un mundo de cuento, pero perfectamente transitable.
Recuerdo que, en mi primera visita a Dinamarca, en una excursión que organizaba el centro de idiomas, el autobús hizo una parada para comer en un jardín que, en realidad, era un cementerio. Pero es que los cementerios daneses son parques: la gente saca a sus perros en ellos, pasea por ellos como lo haría por los jardines de El Retiro. De nuevo, creo, puede ser una metaforización para eludir la crudeza de la muerte. O simplemente, es que es natural, está ahí, nos acompaña hasta cuando vamos a pasear al perro o a hacer deporte.
En el tiempo que ha estado reposando este post, he caído en la existencia de la serie televisiva Estoy vivo, y creo que la comparación entre ambas sirve para ilustrar mejor lo que quiero decir: en la española, aunque el tema no sea exactamente la muerte, también hay un tránsito entre los dos mundos. Y, sin embargo, el acento no está puesto en el dejar ir, pesa más el dolor. En la danesa, el acento está puesto en la aceptación.
Es como si en nuestra mitología no hubiera sitio para Tánatos, solo para Keres.