Cualquiera que se haya enfrentado al aprendizaje in situ de una lengua nueva conoce las situaciones iniciales del hm-hm hm-hm de cuando uno no comprende nada o los malentendidos casi cómicos.
En cierta ocasión, la recién estrenada profesora de natación quiso saber si sabíamos nadar a mariposa (fly, de buttefly). —Claro, dije.
— Enséñame, respondió. —¿puedo ponerme las aletas?—pregunté. —Mejor no— dijo con cara de extrañeza. Y yo pensé: vaya, nos ha tocado una purista. Pero vaya, allá que me lancé. Y cuando iba por la mitad de la piscina, la vi de reojo haciéndome señas, cruzando los brazos: — ¡No, no, no! ... que si sabes flotar (flyde), era mi pregunta.
Y cuando me dirigía al borde, oí sus carcajadas: —pues no me pregunta si se puede poner las aletas.
Aún me río de aquel episodio. En mi defensa aduzco: gorro de natación que tapa los oídos llenos de agua, sonoridad de la piscina y que no me podía imaginar que me preguntaran si sabía flotar en el agua.
Pero la introducción en un nuevo idioma no es siempre cosa de risa. Los malentendidos son inevitables, incluso en el idioma propio, el problema va mucho más allá de las confusiones o de las malinterpretaciones. El problema es el acento, un acento que marca, excluye, y sitúa en inferioridad de condiciones, por más que se entienda lo que uno dice.
El acento extranjero es uno de los factores de exclusión social y laboral, es uno de los elementos que llevan al migrante a perder su estatus o a reducir sus posibilidades de movilidad social. Aún más allá, el acento puede hacer recaer sobre tu cabeza la sospecha de una inteligencia mermada, o de ser un ladrón o no tener buenas intenciones. El acento extranjero te convierte en un potencial impostor, en otras palabras: como aquella cacatúa en la mesa de los gatos.