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Ya están aquí



Estaba yo contenta y parcialmente orgullosa de la excepción española al repunte racista que asola el panorama occidental, en particular, por cercanía, Europa (y, por supuesto, el trumpismo norteamericano).


Creo que ya expliqué en algún post que esto no quiere decir que no haya racismo en nuestro país, por supuesto que lo hay, y por tanto, hay que estar muy alerta y ser, al menos, conscientes de nuestras formas de racismo o xenofobia: el intrarracismo (los tópicos, por decirlo suavemente, sobre otras regiones vuelan sin piedad y son parte del discurso colectivo), por no hablar del rechazo al colectivo roma, las biensonantes palabras tipo panchito o moro, la existencia de los CIES, el tratamiento que reciben los africanos subsaharianos y un largo etcétera.

Y con todo y con eso, yo les decía a quienes me señalaban estas cuestiones, que no se podía comparar con las situaciones que se están viviendo en otros lugares de Europa, porque, pese a todo, hay (había) todavía una resistencia popular, un intento de alejamiento del racismo. Y las barbaries que se están cometiendo en dichos países superan estratosféricamente lo aceptable. Lo llevan superando mucho tiempo.


Hasta que ha dejado de ser así y dos partidos han decidido volver a 1550, resucitar a Juan Ginés de Sepúlveda y desterrar a Bartolomé de las Casas, para subirse al carro del rastrerismo político, que, a falta de otros argumentos, acude a este atrapavotos como quien acude a esos detergentes que dejan inmaculadas las camisas estampadas de perversos vinos.


Esto no es más que una de las muestras de la urnocracia en la que vivimos, alejándonos a toda vela de lo que propiamente se llama democracia, porque, como he repetido hasta la saciedad, esta no consiste en un papelito en una urna: la democracia es, ante todo, el marco del que partimos: los derechos humanos, que no se pueden negociar, que no se pueden votar. Por mucho referéndum que sostuviera la tortura, esta continuaría siendo antidemocrática. Pues lo mismo ocurre con el racismo: discriminar a personas por su lugar de origen, su etnia o lo que quiera decirse, es antidemocrático.


La gravedad de la apropiación de un discurso racista desde la tórrida y áspera arena política es que el discurso político, legitima no solo el discurso cotidiano sino también las acciones que afectan a personas de carne y hueso: y así, como lo ha dicho tal político en la tele, está bien decir verdades como puños, que si los de fuera tal y peor aún: está bien darles palizas hasta matarles, como está ocurriendo en Italia, escupirles en los autobuses, darles de palos porque hablan español por la calle, o quejarse porque en España hay muchos españoles, en un guiño tragicómico, de tintes del más rancio y paleto colonialismo. Esta descarnada violencia en ascenso es nitroglicerina en una fábrica de cerillas y no me canso de gritar que hay que parar esto antes de que nos veamos en la guerra.


Por otra parte, resulta paradójico que, normalmente, quienes entonan el nosotros primero, en realidad carecen de todo interés por el nosotros, quiero decir: que no se preocupan en exceso por los de allí, pero desde luego tampoco los de aquí, más bien quieren decir: yo primero.


El miedo o rechazo a los otros, la creencia de que lo propio es lo único válido no es nueva, pero deberíamos haber superado ya esta pueril aproximación a la humanidad, por muchas razones. Antes de continuar diré que no estoy postulando que los movimientos de personas a lo largo y ancho del planeta estén exentos de complicaciones, pero es precisamente la problematización la que, a modo de autoprofecía, contribuye en mayor manera a complicar las cosas. Y es tan naïf sostener que no hay problemas, como abrazar sin espíritu crítico la problematización del otro. Agitar la bandera aterrorizante del efecto llamada es un truco de birlibirloque, porque este fenómeno, como conté aquí, ha sido rebatido y refutado ampliamente hace mucho tiempo. Los letales efectos de la problematización, por el contrario, sí que están demostrados.

También me resulta llamativo que quienes se plantean las dificultades de absorber un cierto número de personas como residentes, no se planteen, sin embargo, la insostenibilidad de la otra gran masa humana turística (que es muchísimo más numerosa que la migratoria e infinitamente más corrosiva en muchos sentidos).


Las razones para abandonar la xenofobia a estas alturas de la historia son, como digo, muchas: La primera y fundamental es ética, pero volveré a ella más tarde.

La siguiente es que se basa en preceptos falsos: la xenofobia parte de una simplificación extrema del colectivo extraño, como del propio, como si existiera algún país sobre el planeta en que pudiera afirmarse que todos sus habitantes (o, para ponerlo peor, oriundos) fuesen iguales, compartiesen exactamente los mismos valores, las mismas costumbres, etc. En todas las culturas hay enormes y grandísimamente saludables grados de diversidad. Esta diversidad nacional y planetaria ha constituido una de las más fascinantes proezas de nuestra especie, ya no solo por motivos poéticos (que para mí son suficientes), sino por motivos puramente evolutivos, puesto que nos ha permitido adaptarnos a los ambientes más hostiles.


Pero, como decía, la razón principal para abandonar el racismo o la xenofobia, es ética: aceptar a las personas como tales, aceptar su diversidad sin condiciones, es un deber humano, es el último de los preceptos éticos, es el imperativo categórico.


Pero además, si no fueran suficientes los argumentos éticos, las proyecciones demográficas no son nada halagüeñas: no es que prometan, es que aseguran poblaciones envejecidas, con una cada vez más reducida masa de población activa (es decir: no solo la que contribuye al fisco, sino la que ejerce la medicina, conduce autobuses o cultiva los campos); esto es impepinable, porque los nacimientos no se pueden producir retroactivamente: no se puede nacer para atrás. Y, a menos que uno acepte población activa y fértil, venga de donde venga, será imposible restaurar el tejido poblacional. Pero vaya: como dije, esto ya es para quien crea que nos beneficia mucho a los de aquí no dejar entrar a los de allí. Pero es que los migrantes, aparte de todo, no debe ser tratados como ganado. En ningún caso. De la misma manera que los no migrantes tampoco. Somos personas, por más que se empeñara Sepúlveda en negarlo y por mucho que se empeñen otros en resucitarle. Porque Sepúlveda y sus espíritus negros dan mucho más miedo que aquella mano deshumanizada que salía de la tele en Poltergeist.




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