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Maletas y objetos de transición


He leído en estos días un artículo sobre las maletas y los migrantes que me ha hecho pensar, una vez más, en el significado que tienen estas en nuestras vidas de flojo anclaje.

El artículo habla de la primera, y en los objetos que se incluyen en ella, de forma que estos, de forma simbólica, confieren continuidad a nuestra vida; como si aquellas piezas materiales fuesen la conexión con un pasado con el que, al migrar, rompemos, como quien rompe un cordón con unas tijeras.


De esta manera, la valija migrante es, en cierta medida, algo diferente de la turística: en la una te traes tu vida, y en la otra un kit de supervivencia provisional.


El artículo me ha hecho pensar en las diferencias y semejanzas de los prístinos (los primeros) y los subsiguientes equipajes. Mis primeras cajas trajeron libros y libros siguen trayendo mis alforjas.

Pero hay, además, una cierta desesperación en darle continuidad a una realidad que se esfuma cada vez que se cierra la escotilla de la nave espacial que me trae de vuelta a esta tierra norteña.

Y así, esos objetos que traigo, tienen el poder simbólico de darle una coherencia a la textura de mi vida cotidiana. Antes me traía café y leche condensada, para poder seguir rompiendo mis días en segmentos al ritmo de los mismos cafés bombón que tomaba en Madrid.


Las maletas, llevan pues, no solo ropa, cepillos de dientes, artículos peculiares, sino los objetos que vertebran o, quizá, más bien, hilan nuestras vidas de coherencia, y, así, funcionan como transiciones entre realidades y suavizan cada repetición de alunizaje.



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