Así de simple. Lo odio con todas mis fuerzas.
A la ida lucho con el horror de llevarme de más, siempre me pasa.
A la vuelta, la maleta en pleno proceso de relleno es la oficialización del final del verano (o del viaje, sea cual sea.) Y es, además, el inicio del estrés de la travesía. ¿Y si no me cabe toda esta chatarra? Porque, al fin y al cabo, lo que va en la maleta es chatarra. No necesito ropa ni zapatos ni jamones. Si me apuras, ni siquiera libros. Sólo necesito la cercanía humana, el canto de los grillos bajo un (casi) siempre estrellado cielo y una altura montañil que me agite el corazón de cuando en cuando.
Lo demás me sobra, pero lo tengo que apretar en la maleta, esa que simboliza mi vuelta.
Comparto, a buen seguro, con otros tantos migrantes, hasta los menos nostálgicos, la sequedad de garganta que produce subirse al avión y ver cómo este se eleva de esa tierra en la que, en verdad, te querrías quedar. El avión no despega, se despega. Y tú con él.
Hasta pronto- dices. Y te comes el miedo que te da subirte al aire para absorber hasta el último fotograma.
¡Hoigan! Por última vez: pónganse manos a la obra para posibilitar el teletransporte. Que ya están tardando.