Un día, cuando trabajaba en cierta aerolínea, me tocó estar en la sala donde los niños que viajan solos en tránsito esperan su siguiente vuelo; le pregunté a nuestro único infante: ¿Tienes hambre, pequeño?
- Ese niño no lleva tarifa que permita refrigerio- gruñó mi compañero, al tiempo que yo ignoraba sus palabras y le alargaba uno de aquellos bocadillos de la nevera que se llenaba a diario con víveres para alimentar a los desvalidos infantes en las horas de comer.
Tendrás que responder a los superiores- me dijo.
En aquél momento comprendí las enseñanzas del experimento de Milgram mucho antes de haber siquiera haber oído hablar de él: que la miseria humana es despertable con la mera chispa de la autoridad o la presión necesarias.
El ser humano (incluyéndome a mí) es capaz de perder el horizonte y alcanzar unas cotas de monstruosidad inefables con una facilidad pasmosa.
Pero la monstruosidad no es exclusiva del la acción, del hecho, del obrar: también se puede ser atroz a través del habla - y de hecho el discurso (ese pensamiento colectivo que ser repite en la cola de la pescadería, en los telediarios, en los ascensores o en las cenas con los cuñados) genera acciones paralelas. Aun cuando no las generase, no dejaría de ser monstruoso decir que los judíos son una raza (¡una raza!) inferior (¡inferior!), o que los refugiados están forrados y vienen (atravesando el mar en barcos de papel con otros 500, arriesgando sus vidas y las de sus familias) a aprovecharse del sistema. Esto se lee en los foros de estos días.
El discurso es legitimado, entre otros, por el Estado. Así por ejemplo, Hitler logró con sus tétricas técnicas normalizar el discurso antisemita, hasta el punto de que un pueblo entero permitió por activa o por pasiva, la sistemática destrucción de un colectivo de personas. Personas.
Parecía que nunca más tendríamos que recordar aquellos acontecimientos, pero las similitudes con la parafernalia del discurso xenófobo contemporáneo son inquietantes, cuando menos- el uso de símbolos, como los brazaletes identificativos, el requisamiento de los bienes de los fugitivos, etc.
Un discurso xenófobo que se construye desde un torreón que tiene perfecta conciencia de lo que hace, y que, vemos, ya se cuela en los foros de debate, en las colas de las pescaderías y en las cenas de los cuñados con la gallardía de quien se sabe repetidor de una lógica oficializada: que si vienen a violar, que si vienen a defraudar, que si ellos y nosotros.
Que alguien me despierte de esta pesadilla, rápido.
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