Pues se acabó lo que se daba. Hasta la próxima visita, Madrid se me queda en un recuerdo, una fotografía fugaz de la fachada de una casa, con su portal de puerta ametalada, o el corto que vi desde la ventana gracias a mi transitorio insomnio viajeril: un sábado a las cinco de la mañana por las calles de Madrid. Las luces de las casas apagadas, un coche que aparca, se baja una chica, enciende la luz del portal. Vuelve a salir. Arranca el coche y lo para unos metros más allá y se mete en otro portal. Seguro que repartía periódicos e iba iluminando portales de forma fugaz. Y el rugir de los taxis solitarios sobre el asfalto mojado.
Antes de partir se sufre el doloroso momento de hacer las maletas (en una de estas haré un video para que veáis lo que es el hacer maletas del migrante en navidades)- esta vez hemos tenido que mandar 14 kilos por correo: ¡que no (todos) me leéis! (y gracias a los que sí) (aquí la entrada de los regalos a los migrantes.)
Volver es siempre duro. Cada vez más. Saber que vas a echar de menos a tus amigos, los que siempre están. Que echarás de menos a los que no pudieron venir. Que echarás de menos ese desayuno andaluz, por más que te compres los botes no deja de ser un sucedáneo enlatado: como los grillos en cajas: sin escenario los personajes se ven reducidos a meras marionetas inertes, mentirosas. El desayuno andaluz fuera de Madrid es una marioneta, una mentira, un sucedáneo que sabe a plástico.
Sabes que lo echarás todo, TODO, de menos, que la vida es un poquito sucedáneo de plástico estando allí lejos (aquí lejos), o al menos por un ratito.
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