Hace tiempo que encontré la primera pedrezuela de otra civilización entre la arena del parque. No daba crédito, pero no había duda: aquella era una talla humana...
Tiempo después he sabido que cerca de mi casa hubo durante el neolítico un asentamiento en torno a lo que entonces era un fiordo y que hoy es un arroyo/riachuelo que desemboca en el mar. Una expedición arqueológica destapó un grupo de viviendas con tumbas a los pies de esas chozas de barro y pieles y una mansalva de restos: en el camino que corre paralelo al río, abundan hasta rayar en lo increíble: me traigo a diario al menos dos o tres piezas más o menos decentes. Hay bifaces, hachas, lascas, puntas de flecha...
A mí me encanta encontrarme estos pedacitos del pasado: me transportan a otro mundo: esos otros, los de antes.
A mí lo raro no sólo me provoca curiosidad, sino también fascinación.
Así, cuando veo las hendiduras de estas piedras, me imagino a sus autores dándole tortazos al pedrolo y pienso en la pieles que curtieron, las flechas que clavaron, los alimentos que prepararon.
Me pregunto cómo sería hace esos 9500 años el paisaje en este preciso lugar. ¿Qué pensaban, cómo se comunicaban, cómo se organizaban en sus tareas? ¿ A qué dedica(ban) el tiempo libre?
Los otros, los raros, en cualquier dirección espacio-temporal, son siempre fascinantes.